Para Ellen Nussey
Querida Ellen:
La primavera no acaba de apuntar en los páramos, y el viento del invierno gime todavía sin cesar. Por las noches es un largo suspiro que se alarga y que sólo descansa para recomenzar enseguida con más fuerza, como el lloro de un niño desesperado por la ausencia de su madre. Pero también puede sonar como una larga risa, que unas veces parece alegre y otras cargada de tristeza. Después de la muerte de mis hermanas, mientras yo pensaba en ellas, el viento era su voz diciendo mi nombre. En ocasiones lo oía tan claramente que me incorporaba en el lecho, desazonada. Pero con los días volvía a sentir que era solamente el viento en los páramos, el viento como risa, como lamento. Cuando murió el pobre Branwell, el viento simuló sus llamadas mucho más tiempo, como si, por ser él el más desdichado de todos, mi memoria se empeñase en mantener su voz implorante y perdida entre esas rachas sonoras.
Yo me siento muy mal, querida Ellen, pero no es éste el momento de hablarte de unos sufrimientos que nada consigue aliviar, aunque mi querido esposo Arthur me cuida con toda ternura y paciencia. Escribir me ayuda a olvidar mi enfermedad, aunque temo que llegue a estar tan agotada que no pueda hacerlo. Ya ni siquiera soy capaz de manejar la pluma, y debo valerme sólo del lapicero, pero no sabes cuánto esfuerzo me cuesta. Aunque el gusto de hacerlo, y de comunicarte mis pensamientos, compensa con creces lo penoso de la tarea. Hoy me he puesto a escribirte nada más despertar, porque he tenido un sueño que me ha hecho sentir intensamente, de una sola vez, recuerdos y evocaciones que antes únicamente venían a mí de manera ocasional y dispersa. Sé que a ti, tan serena y tranquila, no te asalta, como a mí, una imaginación desbocada, furiosa, ni la sensación de estar pletórica de un vigor y de una energía parecida a la de esos vientos embravecidos que recorren el páramo, a la de las olas gigantes que una galerna puede levantar, y hasta a la de la lava ardiente que, según cuentan los viajeros, brota violenta de las entrañas de la tierra. Esa sensación tengo, querida Ellen, debajo de la evidente debilidad de mi cuerpo, tan insignificante y castigado por la enfermedad. Y todavía sigo sorprendida y admirada de que una fragilidad como la mía pueda albergar tal imaginación, cargada, con fuerza y hasta con violencia, de sueños tan esplendorosos y magníficos. Tal vez ese poder de soñar por encima de la miseria de nuestra condición es lo que nos hace de verdad divinos, querida Ellen, y disculpa si digo estas cosas que pueden parecer un poco heréticas, aunque me tranquiliza saber que, de acuerdo con tu vieja promesa, también quemarás esta carta. Acaso la exaltación que ahora mismo estoy sintiendo tenga mucho que ver con la fiebre, aunque no es raro en mí constatar que una vida más pujante y vigorosa, la vida de mi espíritu, está escondida debajo de mi cuerpo mortecino.
Pero me he puesto a escribirte para contarte un sueño que he tenido esta misma noche. Me dispuse a dormir muy pronto, como hago desde que estoy tan enferma, después de bajar al aposento de mi padre para pedir su bendición, según acostumbramos desde la niñez, y durante un rato fantaseé con el gemido de ese viento melancólico que, también desde la infancia, ha sido la música principal de mi vida, la melodía que impregna, incluso cuando no la oigo, toda mi persona, como creo que impregnaba la de mis hermanas, con más vigor que los propios recuerdos de Branwell, Anne y Emily tocando en la salita alguna melodía de nuestro admirado G. F. Haendel. Sentía pasar al viento y me dejaba llevar en su sonido como si yo fuese esa risa, o ese gemido con que la naturaleza parece celebrar o lamentar lo que los humanos no podemos entender. De repente, dejé de oírlo. El viento ya no se movía, Ellen, ni era invierno, y por la ventana de pronto entreabierta se derramaba en mi alcoba un claror lunar y penetraba el aliento suave del tiempo de verano. Me levanté entonces, bajé las escaleras y salí de casa. Ya no sentía cansancio ni languidez. La luna brillaba entre las lápidas de las tumbas, en el cementerio que se extiende frente a la rectoría, como señalando con aquel fulgor el triunfo de la muerte, pero ya no había en mí temor alguno, sino una extrañeza llena de júbilo, una disposición fervorosa a encontrar la fuente de una segura alegría.
No había una sola nube y la luz lunar incitaba a la melancolía, pero también a una benéfica serenidad. Yo eché a andar por el sendero que lleva a las cascadas, entre las colinas que brillaban en la noche. Pronto Haworth y las viviendas humanas desaparecieron a mis espaldas y quedé yo sola en el páramo, iluminado por el reflejo de plata, con el aroma de los brezos y los cantos de los pájaros nocturnos y los sonidos de los insectos. Yo sentía el corazón de la noche inmensa como el lugar más puro de una soledad que sin embargo mostraba, en los reclamos de las aves y de las pequeñas bestias de la hierba, el bullicio de una vida multiplicada e invisible. Pronto comencé a oír el rumor de la cascada, pero en su sonido se mezclaba otro que enseguida identifiqué como el de una flauta. La melodía de la flauta se unía al sonido de la cascada, y ambas formaban un dúo cristalino que resonaba como una llamada. Y cuando me acerqué, Ellen, vi las sombras blancas de todos. Estaban allí quietos, esperándome. En mitad del puente, las pequeñas figuras de María y Elizabeth, en la misma edad en que murieron. A un lado de la cascada, sobre la roca en que tanto le gustaba sentarse a leer, Emily, con un libro en las manos, y a su lado Anne, con un ramillete de brezo. Y sentado más arriba, en la escarpadura, Branwell. Era él quien tocaba, y descubrí que la melodía era la alemanda del octavo concierto de nuestro amado Haendel. Y alrededor, las aguas cayendo entre las piedras brillantes, y los musgos de superficie aterciopelada, y los helechos, y los ojos de una rata de agua brillando súbita entre los juncos.
Me esperaban, Ellen, todos mis queridos hermanos muertos me esperaban, y todos me recibían con una sonrisa, como si no hubiesen desaparecido en el transcurso de los años, las pequeñas hace tanto, tanto tiempo, sino que aquel encuentro perteneciese a una excursión planeada aquella misma tarde, y sólo hubiésemos dejado de vernos unas horas. Nos agrupamos y echamos a andar por el sendero que lleva a los páramos altos, allí donde tanto hemos jugado de niños, hasta llegar a las viejas ruinas que para nosotros eran, también de niños, el castillo del duque de Zamorna, cuando intentamos la Gran Confederación del Pueblo de Cristal, con sus murallas e infinitos torreones, y Verdópolis, y Angria, y las islas lejanas, el País de Gondal y Gaaldine. Nadie sabía cuál había sido el origen de aquellas ruinas, pero para nosotros estaban habitadas por fantasmas poderosos, por espectros que nos traían esas evocaciones de las glorias antiguas, de los lances caballerescos y de las aventuras fabulosas. Por eso, cuando nuestro padre le regaló a Branwell los doce soldaditos de madera, Emily, Anne y yo, escogimos cada una el que más nos gustó y le dimos el nombre que le convertiría en personaje importante en nuestras invenciones.
Y estábamos allí otra vez, recordando nuestros juegos de infancia, y los diminutos libros que habíamos fabricado y escrito sobre las hazañas de aquellos reinos, y las pequeñas, que habían muerto antes de que los inventásemos, nos escuchaban admiradas. Yo narré las crónicas de Gondal, y cómo fue conquistada Angria, y en la noche de verano resonaba mi voz cantando la pasión de los héroes y de las heroínas, los hechos de guerra, los grandes e imposibles amores y las terribles desesperaciones. Ahí, en esas ensoñaciones, vibraba la conciencia de una vida más estimulante que la que de continuo vivíamos en la rectoría, y aún de la que vivían la mayoría de nuestros compatriotas y hasta la mayoría de los demás habitantes del mundo, y comprendíamos que todas aquellas fantasías no sólo nos las habían sugerido nuestras lecturas y los cuentos de la vieja Tabby, que había visto en persona a los duendes antes de que los echasen las fábricas, cuando la gente todavía hilaba a mano, sino los murmullos del viento en los páramos, pues el viento estaba cargado de palabras secretas que contaban todos los hechos maravillosos del mundo, para que nosotras los reconstruyésemos en el país de los pensamientos.
Si la naturaleza es capaz de tanta belleza y de tanto furor, si la naturaleza lleva en sí tanto poder, ¿por qué los humanos nos conformamos con nuestra mediocridad? Yo estaba rodeada por mis hermanos, bajo la luna de verano, en medio de los páramos salvajes y desiertos, y todas mis penas habían desaparecido. Ni siquiera recordaba mis oscuros tiempos de institutriz, esa profesión que es la más triste que puede tener una mujer, ese pasar sin existencia privada, que nadie valora, esa reclusión de extranjera en una casa donde todo es ajeno y lejano, reducida a la exclusiva y tiránica compañía de unos niños que conocen su propio poder y aborrecen naturalmente la labor de la intrusa. Todas mis penas habían desaparecido, y hasta la carta de ese poeta que un día tanto admiré, en que me dijo que la literatura no puede ser el oficio de una mujer, no debe serlo, pues quién entonces realizaría las tareas que permiten que los hombres escriban.
Nosotras, por la virtud y la fuerza de aquellos páramos inhóspitos y salvajes, ungidas por la monotonía lúgubre de la lluvia y el fulgor implacable de la nieve, bendecidas por el beso de hada de aquel viento gimiente, habíamos conquistado Angria, y el país de Gondal, y habíamos empezado a llamar la atención del mundo literario cuando publicamos, con la herencia de la pobre tía Elizabeth, aquel librito que firmábamos con tres nombres supuestos, ambiguamente masculinos, de hermanos. Y luego habíamos escrito y publicado nuestros libros individuales, y esa sólida sociedad que ignora el valor de la naturaleza, el poder real del corazón humano, el sentimiento de libertad que ningún espíritu debe doblegar, el poder insoslayable de la imaginación, esa sólida sociedad que se escandaliza todavía leyendo a Byron y que ya casi ha olvidado a Scott, había quedado desconcertada. Es todo lo que pido en vida y muerte, un alma libre, y valor para aguantar, había escrito Emily en uno de sus últimos poemas, y allí estábamos todos, con el alma libre y sin perder, cada uno de nosotros, el valor que habíamos tenido en el mejor y más intenso momento de nuestras vidas.
Entonces, Ellen, regresamos a casa. La luna hacía brillar los lomos de las colinas y el paisaje iba moviéndose a nuestro paso. Dejaba asomar las nuevas ondulaciones, o se quebraba en las vaguadas, donde se podía oír el sonido de los arroyos y el croar de las ranas. Al fin contemplamos, a lo lejos, la silueta de nuestro hogar, la vieja casa rectoral, y hasta el brillo de las lápidas, y más lejos, en una cota más baja, la torre almenada de la iglesia parroquial. Y en aquellos momentos, sobre los suaves sonidos de la noche llegó hasta nosotros, todavía muy leve, el tañido de las campanas. ¡Era también tan transparente, en mitad de la noche, debajo del intenso fulgor lunar, esa voz de cristal y de lágrima! Y enseguida supimos lo que significaba el toque lento, lento, repetido monótonamente. Todos lo supimos, y mis hermanas y mi hermano me miraban porque aquella vez la campana no doblaba por ellos sino sólo por mí, Ellen, la campana doblaba por mí, y yo estaba muerta en esta misma cama, en la casa familiar, pero estaba también allí, en el páramo, sintiendo que formaba parte para siempre de su salvaje vigor y hasta de ese resplandor de la luna que alumbra el mundo desde su nacimiento y que lo seguirá alumbrando después de que todos nosotros nos hayamos ido.
Y a pesar de lo lúgubre del sueño, me desperté sintiendo una misteriosa alegría, y con la fuerza de esa alegría me he puesto a escribirte. Seguramente es la fiebre también la que me sostiene. Espero que perdones las razones insensatas que puedas encontrar en esta carta, que debes destruir enseguida, como habrás hecho con todas las anteriores.
Escríbeme pronto, querida Ellen. Te quiere tu amiga,
Charlotte
Querida Ellen:
La primavera no acaba de apuntar en los páramos, y el viento del invierno gime todavía sin cesar. Por las noches es un largo suspiro que se alarga y que sólo descansa para recomenzar enseguida con más fuerza, como el lloro de un niño desesperado por la ausencia de su madre. Pero también puede sonar como una larga risa, que unas veces parece alegre y otras cargada de tristeza. Después de la muerte de mis hermanas, mientras yo pensaba en ellas, el viento era su voz diciendo mi nombre. En ocasiones lo oía tan claramente que me incorporaba en el lecho, desazonada. Pero con los días volvía a sentir que era solamente el viento en los páramos, el viento como risa, como lamento. Cuando murió el pobre Branwell, el viento simuló sus llamadas mucho más tiempo, como si, por ser él el más desdichado de todos, mi memoria se empeñase en mantener su voz implorante y perdida entre esas rachas sonoras.
Yo me siento muy mal, querida Ellen, pero no es éste el momento de hablarte de unos sufrimientos que nada consigue aliviar, aunque mi querido esposo Arthur me cuida con toda ternura y paciencia. Escribir me ayuda a olvidar mi enfermedad, aunque temo que llegue a estar tan agotada que no pueda hacerlo. Ya ni siquiera soy capaz de manejar la pluma, y debo valerme sólo del lapicero, pero no sabes cuánto esfuerzo me cuesta. Aunque el gusto de hacerlo, y de comunicarte mis pensamientos, compensa con creces lo penoso de la tarea. Hoy me he puesto a escribirte nada más despertar, porque he tenido un sueño que me ha hecho sentir intensamente, de una sola vez, recuerdos y evocaciones que antes únicamente venían a mí de manera ocasional y dispersa. Sé que a ti, tan serena y tranquila, no te asalta, como a mí, una imaginación desbocada, furiosa, ni la sensación de estar pletórica de un vigor y de una energía parecida a la de esos vientos embravecidos que recorren el páramo, a la de las olas gigantes que una galerna puede levantar, y hasta a la de la lava ardiente que, según cuentan los viajeros, brota violenta de las entrañas de la tierra. Esa sensación tengo, querida Ellen, debajo de la evidente debilidad de mi cuerpo, tan insignificante y castigado por la enfermedad. Y todavía sigo sorprendida y admirada de que una fragilidad como la mía pueda albergar tal imaginación, cargada, con fuerza y hasta con violencia, de sueños tan esplendorosos y magníficos. Tal vez ese poder de soñar por encima de la miseria de nuestra condición es lo que nos hace de verdad divinos, querida Ellen, y disculpa si digo estas cosas que pueden parecer un poco heréticas, aunque me tranquiliza saber que, de acuerdo con tu vieja promesa, también quemarás esta carta. Acaso la exaltación que ahora mismo estoy sintiendo tenga mucho que ver con la fiebre, aunque no es raro en mí constatar que una vida más pujante y vigorosa, la vida de mi espíritu, está escondida debajo de mi cuerpo mortecino.
Pero me he puesto a escribirte para contarte un sueño que he tenido esta misma noche. Me dispuse a dormir muy pronto, como hago desde que estoy tan enferma, después de bajar al aposento de mi padre para pedir su bendición, según acostumbramos desde la niñez, y durante un rato fantaseé con el gemido de ese viento melancólico que, también desde la infancia, ha sido la música principal de mi vida, la melodía que impregna, incluso cuando no la oigo, toda mi persona, como creo que impregnaba la de mis hermanas, con más vigor que los propios recuerdos de Branwell, Anne y Emily tocando en la salita alguna melodía de nuestro admirado G. F. Haendel. Sentía pasar al viento y me dejaba llevar en su sonido como si yo fuese esa risa, o ese gemido con que la naturaleza parece celebrar o lamentar lo que los humanos no podemos entender. De repente, dejé de oírlo. El viento ya no se movía, Ellen, ni era invierno, y por la ventana de pronto entreabierta se derramaba en mi alcoba un claror lunar y penetraba el aliento suave del tiempo de verano. Me levanté entonces, bajé las escaleras y salí de casa. Ya no sentía cansancio ni languidez. La luna brillaba entre las lápidas de las tumbas, en el cementerio que se extiende frente a la rectoría, como señalando con aquel fulgor el triunfo de la muerte, pero ya no había en mí temor alguno, sino una extrañeza llena de júbilo, una disposición fervorosa a encontrar la fuente de una segura alegría.
No había una sola nube y la luz lunar incitaba a la melancolía, pero también a una benéfica serenidad. Yo eché a andar por el sendero que lleva a las cascadas, entre las colinas que brillaban en la noche. Pronto Haworth y las viviendas humanas desaparecieron a mis espaldas y quedé yo sola en el páramo, iluminado por el reflejo de plata, con el aroma de los brezos y los cantos de los pájaros nocturnos y los sonidos de los insectos. Yo sentía el corazón de la noche inmensa como el lugar más puro de una soledad que sin embargo mostraba, en los reclamos de las aves y de las pequeñas bestias de la hierba, el bullicio de una vida multiplicada e invisible. Pronto comencé a oír el rumor de la cascada, pero en su sonido se mezclaba otro que enseguida identifiqué como el de una flauta. La melodía de la flauta se unía al sonido de la cascada, y ambas formaban un dúo cristalino que resonaba como una llamada. Y cuando me acerqué, Ellen, vi las sombras blancas de todos. Estaban allí quietos, esperándome. En mitad del puente, las pequeñas figuras de María y Elizabeth, en la misma edad en que murieron. A un lado de la cascada, sobre la roca en que tanto le gustaba sentarse a leer, Emily, con un libro en las manos, y a su lado Anne, con un ramillete de brezo. Y sentado más arriba, en la escarpadura, Branwell. Era él quien tocaba, y descubrí que la melodía era la alemanda del octavo concierto de nuestro amado Haendel. Y alrededor, las aguas cayendo entre las piedras brillantes, y los musgos de superficie aterciopelada, y los helechos, y los ojos de una rata de agua brillando súbita entre los juncos.
Me esperaban, Ellen, todos mis queridos hermanos muertos me esperaban, y todos me recibían con una sonrisa, como si no hubiesen desaparecido en el transcurso de los años, las pequeñas hace tanto, tanto tiempo, sino que aquel encuentro perteneciese a una excursión planeada aquella misma tarde, y sólo hubiésemos dejado de vernos unas horas. Nos agrupamos y echamos a andar por el sendero que lleva a los páramos altos, allí donde tanto hemos jugado de niños, hasta llegar a las viejas ruinas que para nosotros eran, también de niños, el castillo del duque de Zamorna, cuando intentamos la Gran Confederación del Pueblo de Cristal, con sus murallas e infinitos torreones, y Verdópolis, y Angria, y las islas lejanas, el País de Gondal y Gaaldine. Nadie sabía cuál había sido el origen de aquellas ruinas, pero para nosotros estaban habitadas por fantasmas poderosos, por espectros que nos traían esas evocaciones de las glorias antiguas, de los lances caballerescos y de las aventuras fabulosas. Por eso, cuando nuestro padre le regaló a Branwell los doce soldaditos de madera, Emily, Anne y yo, escogimos cada una el que más nos gustó y le dimos el nombre que le convertiría en personaje importante en nuestras invenciones.
Y estábamos allí otra vez, recordando nuestros juegos de infancia, y los diminutos libros que habíamos fabricado y escrito sobre las hazañas de aquellos reinos, y las pequeñas, que habían muerto antes de que los inventásemos, nos escuchaban admiradas. Yo narré las crónicas de Gondal, y cómo fue conquistada Angria, y en la noche de verano resonaba mi voz cantando la pasión de los héroes y de las heroínas, los hechos de guerra, los grandes e imposibles amores y las terribles desesperaciones. Ahí, en esas ensoñaciones, vibraba la conciencia de una vida más estimulante que la que de continuo vivíamos en la rectoría, y aún de la que vivían la mayoría de nuestros compatriotas y hasta la mayoría de los demás habitantes del mundo, y comprendíamos que todas aquellas fantasías no sólo nos las habían sugerido nuestras lecturas y los cuentos de la vieja Tabby, que había visto en persona a los duendes antes de que los echasen las fábricas, cuando la gente todavía hilaba a mano, sino los murmullos del viento en los páramos, pues el viento estaba cargado de palabras secretas que contaban todos los hechos maravillosos del mundo, para que nosotras los reconstruyésemos en el país de los pensamientos.
Si la naturaleza es capaz de tanta belleza y de tanto furor, si la naturaleza lleva en sí tanto poder, ¿por qué los humanos nos conformamos con nuestra mediocridad? Yo estaba rodeada por mis hermanos, bajo la luna de verano, en medio de los páramos salvajes y desiertos, y todas mis penas habían desaparecido. Ni siquiera recordaba mis oscuros tiempos de institutriz, esa profesión que es la más triste que puede tener una mujer, ese pasar sin existencia privada, que nadie valora, esa reclusión de extranjera en una casa donde todo es ajeno y lejano, reducida a la exclusiva y tiránica compañía de unos niños que conocen su propio poder y aborrecen naturalmente la labor de la intrusa. Todas mis penas habían desaparecido, y hasta la carta de ese poeta que un día tanto admiré, en que me dijo que la literatura no puede ser el oficio de una mujer, no debe serlo, pues quién entonces realizaría las tareas que permiten que los hombres escriban.
Nosotras, por la virtud y la fuerza de aquellos páramos inhóspitos y salvajes, ungidas por la monotonía lúgubre de la lluvia y el fulgor implacable de la nieve, bendecidas por el beso de hada de aquel viento gimiente, habíamos conquistado Angria, y el país de Gondal, y habíamos empezado a llamar la atención del mundo literario cuando publicamos, con la herencia de la pobre tía Elizabeth, aquel librito que firmábamos con tres nombres supuestos, ambiguamente masculinos, de hermanos. Y luego habíamos escrito y publicado nuestros libros individuales, y esa sólida sociedad que ignora el valor de la naturaleza, el poder real del corazón humano, el sentimiento de libertad que ningún espíritu debe doblegar, el poder insoslayable de la imaginación, esa sólida sociedad que se escandaliza todavía leyendo a Byron y que ya casi ha olvidado a Scott, había quedado desconcertada. Es todo lo que pido en vida y muerte, un alma libre, y valor para aguantar, había escrito Emily en uno de sus últimos poemas, y allí estábamos todos, con el alma libre y sin perder, cada uno de nosotros, el valor que habíamos tenido en el mejor y más intenso momento de nuestras vidas.
Entonces, Ellen, regresamos a casa. La luna hacía brillar los lomos de las colinas y el paisaje iba moviéndose a nuestro paso. Dejaba asomar las nuevas ondulaciones, o se quebraba en las vaguadas, donde se podía oír el sonido de los arroyos y el croar de las ranas. Al fin contemplamos, a lo lejos, la silueta de nuestro hogar, la vieja casa rectoral, y hasta el brillo de las lápidas, y más lejos, en una cota más baja, la torre almenada de la iglesia parroquial. Y en aquellos momentos, sobre los suaves sonidos de la noche llegó hasta nosotros, todavía muy leve, el tañido de las campanas. ¡Era también tan transparente, en mitad de la noche, debajo del intenso fulgor lunar, esa voz de cristal y de lágrima! Y enseguida supimos lo que significaba el toque lento, lento, repetido monótonamente. Todos lo supimos, y mis hermanas y mi hermano me miraban porque aquella vez la campana no doblaba por ellos sino sólo por mí, Ellen, la campana doblaba por mí, y yo estaba muerta en esta misma cama, en la casa familiar, pero estaba también allí, en el páramo, sintiendo que formaba parte para siempre de su salvaje vigor y hasta de ese resplandor de la luna que alumbra el mundo desde su nacimiento y que lo seguirá alumbrando después de que todos nosotros nos hayamos ido.
Y a pesar de lo lúgubre del sueño, me desperté sintiendo una misteriosa alegría, y con la fuerza de esa alegría me he puesto a escribirte. Seguramente es la fiebre también la que me sostiene. Espero que perdones las razones insensatas que puedas encontrar en esta carta, que debes destruir enseguida, como habrás hecho con todas las anteriores.
Escríbeme pronto, querida Ellen. Te quiere tu amiga,
Charlotte
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